Represión en la zona sublevada durante la guerra civil española
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La represión en la zona sublevada durante la guerra civil española fue la represión política que se desplegó en la «zona nacional» durante la guerra civil (1936-1939) contra los militares que permanecieron leales a la República, contra las autoridades que no secundaron la sublevación y contra los dirigentes, militantes y simpatizantes de los partidos y organizaciones obreras y de izquierdas y de los partidos republicanos que apoyaban al gobierno del Frente Popular. Y también contra personas destacadas de izquierda como el poeta Federico García Lorca. Su objetivo fue eliminar a los que se opusieran al golpe de Estado y atemorizar a la población para atajar cualquier intento de resistencia real o potencial.[1][2] Para algunos historiadores, como Santos Juliá, Javier Rodrigo o Michael Richards, la represión buscaba también erradicar las diferentes tradiciones socialistas, anarquistas, liberales y demócratas.[3][4][5]
La «limpieza» de la retaguardia sublevada se llevó a cabo de forma sistemática, consciente y meditada; no fue «el resultado de un mero estallido espontáneo de violencia irracional y pasional como consecuencia de las hostilidades».[1] Los verdugos ejercieron lo que Julián Casanova ha denominado «represión de clase», especialmente evidente en el mundo rural.[6] De ahí que las víctimas principales de la represión fueran la clase obrera y campesina y la clase media republicana.[7]
El resultado de la represión fue la eliminación física de unas ciento treinta mil personas,[8] ejecutadas extrajudicialmente en los llamados «paseos» y «sacas», predominantes en los primeros meses de la guerra ―los cadáveres aparecían al amanecer en las cunetas, en los descampados o junto a las tapias de los cementerios―,[9] o juzgadas en consejos de guerra sumarísimos sin garantía procesal.[10][11] En ellos se aplicó lo que Ramón Serrano Suñer calificó de «justicia al revés», que consistía en acusar de rebelión a quienes se habían mantenido fieles a la República.[12] Según Javier Rodrigo, la represión que llevaron a cabo los sublevados fue «el despliegue de violencia política más enervado, sangriento y cruel de la historia de España».[13]
El principal responsable de la represión fue el ejército sublevado, aunque los ejecutores del terror en ocasiones y sobre todo al principio, fueran grupos de falangistas, de requetés, o de voluntarios derechistas. «Sus jefes y oficiales nunca pusieron freno a una represión que siempre controlaron, pese a la apariencia de “descontrol” que rodeó a muchas “sacas” y “paseos”».[14] Por otro lado, la Iglesia católica no solo no alzó su voz contra la persecución sino que la justificó al considerar que lo que se estaba viviendo en España no era una guerra civil sino una «cruzada por la religión, por la patria y por la civilización».[15]
Enrique Moradiellos ha afirmado, en lo que coinciden otros historiadores,[16][17] que los protagonistas de la represión sellaron un «inmenso “pacto de sangre”» que aseguró su fidelidad al régimen franquista e impidió cualquier tipo de reconciliación con los vencidos, que «quedaron mudos de terror y paralizados por el miedo durante mucho tiempo».[18] Pasada la primera posguerra, el objetivo fundamental de la Dictadura fue ocultar esta «matanza fundacional del franquismo», esperando que pasara el tiempo y todo quedara en el olvido y solo permaneciese la versión de los vencedores. Finalmente, la ley de amnistía de 1977, permitió que nadie tuviera «que responder ante ningún tribunal de justicia».[19]