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Insecticida

pesticida usado contra insectos De Wikipedia, la enciclopedia libre

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Un insecticida es sustancia química o biológica utilizada para matar, repeler o controlar insectos considerados plagas.[1] El término proviene del latín insectum ("insecto") y el sufijo -cida ("que mata"), reflejando su función biológica esencial. Dentro del grupo general de los plaguicidas, los insecticidas constituyen una categoría específica junto con herbicidas, fungicidas y rodenticidas.

Su aplicación representa uno de los pilares del control de plagas en agricultura, sanidad animal y salud pública. En el ámbito agrícola, los insecticidas han permitido reducir pérdidas de rendimiento y garantizar la estabilidad alimentaria global; en la salud pública, han sido decisivos en el control de vectores de enfermedades como la malaria, el dengue o la enfermedad de Chagas. El desarrollo y uso masivo de estos compuestos durante el siglo XX transformó la productividad agrícola y la epidemiología de las enfermedades transmitidas por insectos.[2] Sin embargo, su utilización indiscriminada también reveló efectos colaterales profundos: toxicidad para organismos no objetivo, disrupciones ecológicas, contaminación ambiental y bioacumulación a lo largo de las cadenas tróficas. [3] Estas consecuencias impulsaron un cambio de paradigma hacia el diseño de moléculas más selectivas, biodegradables y compatibles con las estrategias de manejo integrado de plagas (MIP).

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Historia y origen

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El uso de sustancias con propiedades insecticidas se remonta a la antigüedad. Los registros más antiguos provienen de la antigua Sumeria, hace unos 4500 años, donde se utilizaban compuestos de azufre para eliminar insectos y ácaros de los cultivos, mientras que en China, hace aproximadamente 3200 años, se empleaban mezclas de mercurio y arsénico para controlar piojos del cuerpo y otras plagas, lo que constituye una de las primeras aplicaciones documentadas de sustancias químicas con fines entomológicos.[4]

En la Grecia clásica, Homero mencionó en la Odisea el uso del azufre encendido como fumigante para purificar viviendas, y Plinio el Viejo describió en la Roma imperial preparados vegetales con propiedades insecticidas. Estos registros tempranos revelan un conocimiento empírico basado en minerales y extractos vegetales como herramientas de control.[5]

Entre los siglos XVII y XVIII, con el desarrollo de la botánica y la química natural, se aislaron los primeros principios activos vegetales de uso sistemático, como la nicotina del tabaco (Nicotiana tabacum) y las piretrinas del crisantemo (Chrysanthemum cinerariaefolium). Estos extractos marcaron el inicio del control químico moderno y sentaron las bases de la toxicología entomológica.[6]

El siglo XX marcó un punto de inflexión con el auge de la industria química y la síntesis de nuevos compuestos orgánicos. En 1939, el químico suizo Paul Hermann Müller descubrió las propiedades insecticidas del DDT (dicloro difenil tricloroetano), un hallazgo que revolucionó el control de plagas agrícolas y sanitarias. Durante la Segunda Guerra Mundial, su empleo masivo para prevenir la malaria y el tifus consolidó el concepto de “control químico” como estrategia global. [7] Sin embargo, su persistencia ambiental y efectos sobre la fauna silvestre motivaron su progresiva prohibición a partir de la década de 1970.

A partir de la década de 1960, la aparición de resistencia en insectos y las denuncias sobre los impactos ecológicos, impulsadas por la publicación de Primavera silenciosa de Rachel Carson (1962), provocaron un cambio de paradigma.[8] El impacto marcó un cambio epistemológico: el control de plagas dejó de considerarse solo un problema productivo y pasó a entenderse como una cuestión ecológica y sanitaria. Desde entonces, la investigación se ha orientado hacia compuestos más específicos y menos persistentes, como los piretroides, neonicotinoides y reguladores del crecimiento de insectos (IGR).

Desde fines del siglo XX y comienzos del XXI, la biotecnología amplió el concepto de insecticida al incluir microorganismos entomopatógenos, virus nucleopoliedrosis y plantas transgénicas que expresan proteínas tóxicas de Bacillus thuringiensis. Esta evolución resume el tránsito de un control empírico y químico hacia una disciplina científica basada en la toxicología, la ecología evolutiva y la gestión racional del riesgo.

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Clasificación de los insecticidas

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Los insecticidas pueden clasificarse de diversas maneras según su estructura química, origen, modo o sitio de acción, vía de ingreso al organismo, comportamiento en el ambiente o en la planta, y estado de desarrollo afectado. Cada uno de estos criterios refleja una dimensión distinta del control químico y ayuda a comprender tanto la eficacia biológica como las implicancias toxicológicas y ambientales del compuesto.

Según su estructura química

Esta clasificación agrupa los insecticidas por su composición molecular, que determina en gran medida su mecanismo de acción, toxicidad y persistencia ambiental. Los principales grupos son:

Más información Grupo químico, Ejemplos ...

Esta clasificación química es la base sobre la que se organizan la mayoría de las regulaciones internacionales, ya que permite inferir la toxicidad, la degradación ambiental y la potencial resistencia cruzada.

Según su origen

  • Naturales: vegetales (piretrinas, rotenona), minerales (azufre, bórax) o microbianos (Bacillus thuringiensis, Metarhizium anisopliae).
  • Sintéticos: producidos por síntesis química (organofosforados, carbamatos, piretroides, neonicotinoides, etc.).
  • Biotecnológicos: generados por organismos genéticamente modificados, como plantas transgénicas que expresan proteínas Bt.

El origen condiciona la persistencia, la selectividad y el marco regulatorio de cada compuesto.

Según su modo o sitio de acción

El modo de acción describe el proceso fisiológico general afectado, mientras que el sitio o mecanismo de acción refiere al blanco molecular específico.

El Comité de Acción contra la Resistencia a Insecticidas (IRAC) clasifica los compuestos en grupos numerados de acuerdo con este criterio, lo que permite diseñar estrategias efectivas de rotación química para evitar la resistencia.

En términos funcionales, la mayoría de los insecticidas actúan sobre el sistema nervioso, como los inhibidores de la acetilcolinesterasa, los moduladores de canales de sodio o los agonistas de receptores nicotínicos. Otros interfieren con la síntesis de quitina o con las hormonas de muda, afectando el crecimiento y la metamorfosis. También existen insecticidas que alteran la respiración mitocondrial o destruyen el epitelio intestinal de los insectos, como las toxinas de Bacillus thuringiensis.

La siguiente tabla resume los principales grupos de modo de acción reconocidos por el IRAC (Edición 5.1, 2024), junto con sus blancos fisiológicos y ejemplos representativos. [9]

Más información Modo de acción, Ejemplos de familias o compuestos ...

Según su comportamiento en la planta o el ambiente

  • Sistémicos: se absorben y transportan por los tejidos vegetales.
  • De contacto: actúan sobre el insecto al entrar en contacto directo.
  • Translaminares: atraviesan parcialmente los tejidos foliares.
  • Fumigantes: actúan en fase gaseosa, generalmente en ambientes cerrados.

Según su vía de ingreso al organismo del insecto

Los insecticidas pueden penetrar por diferentes rutas fisiológicas:

  • Por contacto: atraviesa la cutícula al depositarse sobre el cuerpo del insecto.
  • Por ingestión: ingresa con el alimento o líquidos contaminados.
  • Por respiración (inhalación): penetra por las tráqueas o por difusión cuticular desde el aire.

En la práctica, estas vías suelen combinarse, generando una acción múltiple de contacto e ingestión.

Según el estado de desarrollo afectado

  • Ovicidas: eliminan los huevos.
  • Larvicidas: actúan sobre larvas o ninfas.
  • Adulticidas: eliminan los adultos.

Esta clasificación se utiliza en entomología aplicada y programas de control vectorial para ajustar el tratamiento al ciclo de vida del insecto objetivo.

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Criterios de eficacia, selectividad y seguridad

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Los insecticidas modernos se evalúan según un conjunto de criterios que combinan eficacia biológica, selectividad y sostenibilidad ambiental. Estos principios orientan el diseño de nuevas moléculas, la regulación internacional y las estrategias de manejo integrado de plagas. [10]

  1. Alta especificidad biológica. El compuesto debe actuar sobre un blanco molecular presente únicamente en el insecto objetivo, reduciendo los efectos sobre otras especies. Los insecticidas modernos buscan selectividad mediante el diseño de moléculas que interfieran con procesos fisiológicos exclusivos de los insectos, como canales iónicos, receptores nicotínicos o moduladores del calcio.
  2. Baja toxicidad para humanos y fauna no objetivo. La seguridad del aplicador, del consumidor y del ecosistema depende de que el insecticida presente baja toxicidad aguda y crónica para mamíferos, aves, peces, anfibios y polinizadores. Este principio sustenta los marcos regulatorios internacionales.
  3. Eficacia a bajas dosis. Los productos deben ser activos en concentraciones reducidas, disminuyendo el volumen de aplicación, los costos operativos y la carga química liberada al ambiente.
  4. Persistencia controlada. El efecto residual debe mantenerse el tiempo suficiente para eliminar la plaga, pero sin prolongarse innecesariamente. La persistencia excesiva o la bioacumulación son características indeseables por su impacto ecológico.
  5. Degradación segura. Tras cumplir su función, el compuesto debe degradarse en productos inocuos, evitando la acumulación en suelos, aguas o tejidos animales.
  6. Compatibilidad con el manejo integrado de plagas (MIP). Debe integrarse armónicamente con otras estrategias de control (biológicas, culturales o genéticas) sin interferir con los enemigos naturales ni generar desequilibrios ecológicos.
  7. Bajo potencial de generar resistencia. Una característica crucial del insecticida ideal es reducir la probabilidad de que las poblaciones de insectos desarrollen resistencia. Esto se busca mediante mecanismos de acción novedosos y estrategias de rotación química.
  8. Viabilidad económica y accesibilidad. Además de su perfil toxicológico y ambiental, debe ser económicamente viable y accesible para los sistemas agrícolas donde se aplique.

En conjunto, estos criterios definen el estándar contemporáneo del control químico: compuestos más específicos, menos persistentes y con menor impacto ecológico, capaces de mantener la eficacia sin comprometer la sostenibilidad de los ecosistemas ni la seguridad humana.

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Ámbitos de aplicación y uso

Los insecticidas se emplean en diversos sectores productivos y sanitarios. Su función va desde la protección de cultivos agrícolas hasta el control de vectores de enfermedades en humanos y animales. Las principales áreas de aplicación son las siguientes:

  • Agricultura: se utilizan para proteger cultivos de insectos fitófagos que reducen la producción o la calidad del producto. Pueden aplicarse al suelo, al follaje o en tratamiento de semillas.
  • Ganadería: empleados para el control de ectoparásitos del ganado (moscas, piojos, garrapatas) y en instalaciones pecuarias.
  • Construcción: usados como protectores contra termitas y otros insectos xilófagos que dañan estructuras.
  • Salud pública y medicina veterinaria: aplicados en el control de vectores de enfermedades humanas y animales, como mosquitos, triatominos o flebótomos, responsables de la transmisión de malaria, dengue, Chagas o leishmaniasis.
  • Investigación y control biológico: algunos se emplean en bioensayos, estudios toxicológicos o como parte de estrategias de manejo integrado de plagas (MIP).
  • Higiene urbana y doméstica: control de insectos en viviendas, establecimientos alimentarios, industrias y espacios públicos.
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Toxicidad y riesgos para la salud humana

La exposición humana a insecticidas puede producir efectos agudos o crónicos, dependiendo del tipo de compuesto, la dosis y la vía de ingreso (cutánea, inhalatoria o digestiva).

Los efectos agudos incluyen irritación dérmica y ocular, cefaleas, náuseas y alteraciones neuromusculares, particularmente asociados al uso de organofosforados y carbamatos, que actúan inhibiendo la acetilcolinesterasa.

Los efectos crónicos se relacionan con la exposición prolongada a bajas dosis y pueden incluir disfunciones neurológicas, alteraciones endocrinas, genotoxicidad o carcinogenicidad potencial, según el compuesto y las condiciones de exposición.

Los grupos más vulnerables son los trabajadores agrícolas, niños y personas embarazadas, para quienes se promueve el uso de equipos de protección personal y regulaciones de seguridad ocupacional. [11]

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Impactos ambientales

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El uso extensivo de insecticidas ha evidenciado consecuencias ecológicas relevantes, desde la contaminación de suelos y aguas hasta la pérdida de biodiversidad. Los principales efectos ambientales se agrupan en tres niveles:

Efectos sobre especies no objetivo

Algunos insecticidas afectan especies distintas de las que se pretende controlar. Aves, peces, anfibios y polinizadores pueden sufrir envenenamiento directo o indirecto al consumir presas contaminadas o entrar en contacto con residuos químicos. La deriva aérea y la deposición secundaria amplifican estos efectos en ecosistemas adyacentes.[12]

Contaminación y bioacumulación

Los insecticidas persistentes pueden transportarse por escorrentía o percolación, contaminando cuerpos de agua y acuíferos. En el medio acuático, estos compuestos se incorporan a la cadena trófica, generando bioacumulación en organismos y biomagnificación en niveles tróficos superiores.

El caso del DDT marcó un hito histórico en toxicología ambiental al demostrar la persistencia y los efectos de los contaminantes orgánicos en ecosistemas terrestres y acuáticos. Su prohibición mundial bajo el Convenio de Estocolmo sobre Contaminantes Orgánicos Persistentes constituye un precedente regulatorio fundamental. [13]

Impacto en la biodiversidad

La aplicación masiva de insecticidas ha contribuido a la disminución de insectos polinizadores y aves insectívoras. En el caso de las abejas, las exposiciones subletales a neonicotinoides pueden alterar el comportamiento de búsqueda de alimento y la orientación, reduciendo el éxito de las colonias.

La pérdida generalizada de insectos voladores también repercute sobre la cadena alimentaria, afectando poblaciones de aves y otros depredadores dependientes. [14]

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Estrategias alternativas y manejo integrado de plagas

Las estrategias contemporáneas de manejo buscan reducir la dependencia del control químico y promover prácticas sostenibles.[15] Entre las principales alternativas se incluyen:

  • Mejoramiento genético: desarrollo de cultivos resistentes o menos susceptibles a plagas.[16]
  • Control biológico: liberación de depredadores, parasitoides o patógenos entomógenos para reducir poblaciones de insectos.[17]
  • Control químico: como la liberación de feromonas en el campo para confundir a los insectos para que no puedan encontrar pareja y reproducirse.[18]
  • Manejo integrado de plagas (MIP): combinación de estrategias químicas, biológicas y culturales basada en monitoreo y umbrales de daño económico.[19]
  • Técnica push–pull: uso de plantas repelentes (“push”) en el cultivo principal y atractivas (“pull”) en los bordes, para desviar las plagas hacia trampas o cultivos señuelo.[20]

Estas prácticas conforman el enfoque moderno del control de plagas: minimizar el uso de insecticidas de amplio espectro, conservar los enemigos naturales y priorizar la sostenibilidad ambiental.[21]

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Véase también

Referencias

Enlaces externos

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